martes, 10 de julio de 2007

EL CALOR DE LA MALDAD.

Si algo tiene lo humano es, precisamente, la imprevisibilidad de sus acciones y la típica falibilidad que lo hace único e irrepetible, al igual que su profunda esencia. Por un lado, los actos de los seres que poblamos este planeta tienen la particularidad de estar rodeados de la profunda incerteza acerca de las consecuencias respecto de lo que realizan los otros y por otro, la enorme facilidad para errar el camino salvo que las profundas convicciones éticas y morales del sujeto lo impidan.
 
A la frialdad de las convicciones, se le opone el calor de la maldad, el que nos tienta a correr bajo su manto amplio para abrigarnos de las supuestas iniquidades de los otros. Es una temperatura en donde se cocinan las mayores perversiones imaginables y no tanto, para intentar corroer la esencia de quienes son partidarios de la implicación en su pensar, en su hacer y en su decir.
 
Ese calor es el que permite alimentar los siete pecados capitales que destrozan la convivencia humana. Contribuye a perforar el tejido social en cualquiera de sus manifestaciones para seguir, como topadora, allanando el camino hacia el reinado del libertinaje sin sentido, de las pasiones descontroladas y de las ideas descabelladas que no tienen sustento.
 
Es el mismo que aparece para arrasar con la mejor de las intenciones, con aquellas que suponen preservar la verdadera esencia humana destinada a la construcción de un mundo para todas y para todos.
 
Tal el caso de una niña llamada Marta Sofía Ramírez Villaseñor que se ha esforzado, alimentada por ese calor que la llevó a la envidia por su propia impotencia ante las acciones de quienes defienden sus convicciones, por destruir la obra construida con mucho trabajo por los amantes de la cultura electrónica, nueva tribu en la cual se enrolan muchos jóvenes.
 
Otra colega como Jéssica de la Portilla Montaño, mexicana ella, o Gina Halliwell, en el mundo electrónico, me ha referido esta cuestión y vale como ejemplo de la maldad en grado sumo, cuando su temperatura elevada trata de fundir los valores en los cuales se asienta la convivencia de los habitantes de este planeta.
 
La niña parece invadida por el ansia de poder supremo, a pesar de sus incoherencias, para dar rienda suelta a la difamación de quienes todavía conservan el don de sentirse seres humanos cobijados por esa frialdad que, en apariencia, parece algo fuera de lo común pero que es humana y es natural. Se ha olvidado de la existencia de los valores que llevan a la construcción de la verdadera esencia humana, sin egoísmos ni otras señas particulares y ello resulta condenable, cuando menos, tratándose de un conjunto de seres humanos que le ha brindado su lugar para intentar desarrollar sus capacidades y habilidades. Evidentemente, cuenta con una egolatría que le impide compartir la vida con otros seres humanos y ello, sin dudas, le hará sufrir horrores en este mundo que va cambiando todos los días.
 
Siempre es preferible el frío otorgado por la esencia de lo verdadero, de lo sencillo, de lo humilde y de lo honesto antes que acalorarse, casi al extremo de quemarse en la hoguera de Satanás, por ese exceso que lleva a la destrucción. Los escritores y los poetas sabemos interpretar lo humano por nuestra propia naturaleza, por esa percepción que nos indica la dirección de los vientos humanos y por ende, podemos concluir en que esta niña de pelo negro se ha equivocado de cabo a rabo y debería aprender el verdadero significado de la verdad, de la sencillez, de la humildad y de la honestidad. Tal vez, de esta manera, pueda estar en el conjunto de la humanidad...
 
No lo olvidemos. El calor de la maldad, que sigue vigente en tantas obras que destruyen al ser, siempre se enfría de la mano de la verdad sin dobleces. Y nuestra tarea es esa: la de destruir al genio maligno que impide nuestra vida y la de aquellos que queremos, con la simple arma de la palabra...
 
Javier Sanz
  10/07/07

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